Caigo en la tentación cada vez más latente que me hace sentir por momentos que me he equivocado defendiendo a ultranza la enseñanza pública como un bien y una necesidad social, científica y cultural, pero siento también la rabia que me confirma que cada día estoy más en el lado de los marginados y que aunque quisiera, ya no podría salir de ahí. Porque sí, en eso nos están convirtiendo, a nosotros y a nuestros hijos, quieren dejar de lado a una parte de la población, quieren negarles el derecho a una sociedad igualitaria, a poder desarrollar sus habilidades intelectuales, profesionales.
Siento que, si no me rebelo, tal vez un día no muy lejano no pueda mirar a mis hijas a los ojos, cuando me recriminen no haber hecho todo lo posible por defender su derecho a la educación, al aprendizaje, a la formación, en igualdad de oportunidades.
Pero en los breves momentos de lucidez que esta debacle nos permiten, pienso que esto no solo le afecta a aquellos que, por las razones que fueren, llevan a sus hijos a estudiar a los colegios, institutos y universidades públicos y entonces me doy cuenta que todo es una falacia, porque aquellos que se creen a salvo por acudir a centros privados están igualmente engañados: el deterioro de la enseñanza nos afecta a todos y como sociedad no vamos a tardar en pagar sus consecuencias.
Yo, personalmente, no se si acudiré nuevamente a una reunión del Consejo Escolar de mi colegio, no quiero perder el tiempo y, sobre todo, no me gusta que me tomen el pelo. Pero cada vez que lo pienso siento un dolor interno porque es como un terrible fracaso, la constatación definitiva de la liquidación de un modelo participativo.
Una reforma educativa como la que acaba de presentar el ministro de educación y cultura (que terrible ironía), no consensuada con absolutamente nadie, que tiene enfrente de principio a todo los grupos y asociaciones de representantes de familias, profesores, colegios (incluidos los supuestamente afines al gobierno), al más amplio abanico de organizaciones que tienen que ver con la educación y la cultura, tiene todas las papeletas para ser derogada a la primera de cambio.
No podemos permitirnos más este dislate. Los jueces, a través de todas las asociaciones de jueces del país, se han plantado ante Ruiz Gallardón exigiendo que no siga adelante con su proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Tengo el convencimiento de que si no hacemos algo de verdad, nuestros hijos van a sufrir las consecuencias de este despropósito que cada vez es más una pesadilla.
¿Seremos capaces de despertar de ella? ¿Vamos a hacer algo para frenar este abuso?
Antonio Perla
Profesor universitario y miembro de la Plataforma por la educación pública Pozuelo/Aravaca
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