Desde la administración educativa parecen empeñados en diseñar planes en los que se trata a los estudiantes como productos, a los padres como clientes y a las escuelas como empresas. Se trata de convertir a la escuela en una institución “económicamente útil” bien a través de la privatización de sus espacios y servicios o desviando fondos públicos hacia instituciones privadas, bien formando a los futuros trabajadores e incluso seleccionándolos a través del establecimiento de auténticos “guetos educativos”.
No vamos a profundizar aquí en el desvío de fondos de lo público a lo privado. Los datos de la Comunidad de Madrid, punta de lanza de la política educativa del actual gobierno, hablan por si solos. Que la ampliación de bachillerato a tres años tiene como finalidad la concertación generalizada del bachillerato, que la implementación del bachillerato de excelencia tiene como resultado la implantación de la zona única educativa, beneficiando así a las escuelas concertadas es conocido por todos. Vamos a centrarnos en esa otra forma de privatización que consiste en introducir la lógica del beneficio en el seno mismo de la escuela.
La evaluación de centros (en la que solo se tiene en cuenta el resultado final y no el proceso de aprendizaje de cada alumno) tiene como objetivo el establecer una clasificación que determine la dotación de los mismos. Según la lógica de lo social, entenderíamos que aquellos centros con bajos resultados necesitan recursos y ayuda para sacar a sus alumnos adelante. Desde la lógica empresarial regida por la relación coste/beneficio, deben ser castigados con la disminución de la dotación. Los centros con bajas calificaciones se convierten, entonces, en espacios que, al carecer de recursos, se destinan a “guardar” a los rebeldes a los que, ya con doce años, se les ofrece una vía muerta que les condenará a la marginalidad social. La lógica de la empresa añade una nueva función de los centros educativos: convertirse en espacios que determinen la capacidad de adaptación al sistema del futuro trabajador para “separar el grano de la paja” estableciendo guetos educativos.
El propio proceso de escolarización pervierte su función y, en lugar de ser una herramienta que favorezca la integración y la igualdad, se convierte en la barrera que posibilite una prematura marginalización de miles de jóvenes. Pero la evaluación de centros cumple otra función muy interesante para esta nueva empresa educativa, además de establecer la competencia entre centros que luchan para sobrevivir : obligará a los profesores a programar el contenido de sus clases teniendo en cuenta las pruebas de evaluación en las que se juegan la cuantía de la dotación del centro. Desaparece, por tanto, no solo la autonomía del profesor que no tendrá mas remedio que ceñirse a los contenidos concretos de las pruebas sino que nos despedimos, para siempre, de una enseñanza que fomente el pensamiento crítico y la creatividad. Se trata de crear una especie de “panóptico mental” que controle y vigile eficazmente los contenidos impartidos en las aulas que se limitarán a aquellos conocimientos susceptibles de generar futuros beneficios en el mercado.
Los programas de bachillerato de excelencia o los nuevos baremos en la concesión de becas corren, no lo olvidemos, paralelos al desmantelamiento de programas como los de compensatoria y aulas de enlace, es decir de los mecanismos que permiten a un alumno con dificultades integrarse, con éxito, en el sistema educativo. Ambos apuntan a la misma estrategia que dicta la lógica empresarial: ¿para qué invertir en un producto que se muestra “defectuoso”? Según el punto de vista de lo social, del profesorado, de los padres, es el alumno con dificultades el que necesita recursos y apoyos. Sería impensable que un padre, como castigo al hijo que suspende, le retirase el libro de texto. Según la lógica del beneficio el buen estudiante debe ser preservado para impedir la contaminación con estudiantes que puedan “deteriorarle” y el estudiante con dificultades castigado con la retirada de
recursos, ayudas y subvenciones. Se trata de absolver a la estructura social de toda responsabilidad en el fracaso escolar que es considerado como propio del alumno o de su centro.
Por último, la práctica madrileña de los programas de educación bilingüe ha revelado una abierta tendencia a diferenciar al alumnado, escindiendo los centros en dos tipos de
alumnos: los “bilingües” con mayor facilidad de adaptación a la escuela y estudiantes que, al tener mayor dificultad, o bien optan por no entrar en el programa o bien son excluidos del mismo por sus bajas calificaciones.En los tres casos se trata no sólo de promover un sistema educativo que perpetúe las diferencias sociales y forme a trabajadores sumisos sino convertir los centros educativos en instancias que “depuren” los productos defectuosos que no tienen fácil salida al mercado.
Dicen premiar el esfuerzo pero la realidad es que castigan la dificultad.Asistimos, entonces, a unas medidas que ponen en marcha un verdadero proceso de eugenesia escolar en el marco de una aplicación generalizada del darwinismo social.
Recordemos someramente en qué consiste esta teoría: La aplicación de los principios de la teoría evolutiva de Darwin a la sociedad condujo a Spencer a justificar las diferencias sociales en términos de adaptación y evolución haciendo hincapié en las diferencias raciales. La lógica de este sistema
llevará a Galton a mantener que la civilización frustraba la selección natural y, por lo tanto, nuestro deber era compensar este desequilibrio “colaborando” con ella. Los efectos de ambas teorías llevaron, durante la primera mitad del siglo XX, a prácticas de eugenesia y esterilización obligatoria frecuentemente practicadas hasta el fin de la II Guerra Mundial. En pleno siglo XXI ya no es necesaria la eliminación física del que tiene dificultades, basta con su marginación social. Y para eso, si no nos empeñamos en lo contrario, va a estar la escuela.
Pero somos muchos, alumnos, madres, padres y profesores; tenemos las ideas claras y sabemos en qué mundo queremos vivir. Sabemos que no nos gusta un mundo en el que se suprimen becas de comedor en centros públicos para pagar los uniformes de los estudiantes que van a un colegio privado. Sólo es necesario que nos unamos para defender, no solo el patrimonio conseguido por muchas generaciones que es la escuela pública, sino para parar este tren de voracidad insaciable que amenaza con convertirnos en depredadores de nuestro entorno y nuestros semejantes.
Estamos en ello.
Cecilia Salazar-Alonso
Profesora de educación secundaria
y socia de Ciudadan@s por la Educación Pública.
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