Los colegas de esta profesión docente tan bonita y vocacional, y también tan denostada y despreciada desde las administraciones educativas con estas políticas de recortes brutales sin que hasta hace poco les importase demasiado a amplios sectores de la sociedad; y especialmente los que impartimos la disciplina de Historia a nuestros alumnos para que puedan comprender con espíritu crítico el presente y tratar de hacerlo algo mejor, hablamos mucho sobre esta crisis económica. Nos ponemos muy pronto de acuerdo en relación a que hace unos años ninguno podíamos prever que los daños fueran tan traumáticos sobre algunos fundamentos políticos, sociales, económicos y culturales que habían servido para organizar y consolidar nuestra convivencia política. Las causas que propiciaron este cataclismo económico a grandes rasgos nos parecen claras y las compartimos -aunque en las ciencias sociales nunca nada es definitivo-, vistos los numerosos libros, estudios y artículos de opinión que al respecto se han publicado y lo siguen haciendo.
Ninguno podíamos llegar a pensar que esta crisis económica pudiera producir un quebranto tan profundo a nuestra democracia, en la que los españoles habíamos depositado tanta confianza, teniendo en cuenta los largos años de dictadura franquista, denominada por el poeta gallego Celso Emilio Ferreira “la larga noche de piedra”. Mas la realidad desagradable asoma. Se ha extendido como un tsunami la idea del pensamiento único, sin que haya alternativa. Y sin alternativa no hay democracia. En el verano del 2009, el economista Joseph Stiglitz elaboró un informe a instancias de la ONU, que concluía “la crisis económica ha hecho más daño a los valores fundamentales de la democracia que cualquier régimen totalitario en tiempos recientes”. Y es así porque el capitalismo considera a la democracia como un instrumento de acumulación; y si es preciso, la reduce a la irrelevancia y, si encuentra otro instrumento más eficaz, la arroja al cubo de la basura de la Historia. De ahí, el profundo y lógico desencanto de amplios sectores de la ciudadanía que ya se cuestionan la utilidad de su voto.
También nos resultaba imprevisible que nuestro Estado de bienestar, construido con tantos esfuerzos y con gran retraso con respecto a otros países de Europa occidental pudiera ser dinamitado con tanta crueldad y alevosía como ahora. Con cierta ingenuidad nos habíamos creído y acostumbrado a tener para siempre unas pensiones garantizadas, una incipiente atención a las personas dependientes, una sanidad universal y una enseñanza obligatoria gratuita. Con las políticas de recortes sociales puestas en marcha por los gobernantes populares, tanto a nivel estatal como autonómico, todo este edificio de solidaridad basado en un sistema fiscal progresivo se está desmoronando. Y en el colmo del cinismo argumentan que su pretensión es salvaguardar el Estado de bienestar. Para Josep Fontana, el factor que desencadena la fase crítica, que atraviesa en estos momentos el Estado del bienestar, es la pérdida del miedo de las clases dominantes a una revuelta popular. Hasta los setenta se vivió el impulso que "permitió el reparto equitativo de sus frutos y un cierto avance de libertades". "El modelo construido en Europa como fruto de siglo y medio de luchas sociales era destruido. Ni siquiera el fascismo logró lo que ha conseguido el capitalismo".
Igualmente creíamos que un pilar básico sobre el que habíamos construido en un amplio consenso nuestra convivencia política en España era el Estado de las Autonomías, establecido en el Título VIII de nuestra Carta Magna. Con las disfunciones lógicas en su funcionamiento, como cualquier institución política, las autonomías han servido para encauzar uno de los problemas más viejos y enquistados de nuestro pasado, como es el incardinar a determinados territorios en la estructura del Estado español. Mas a pesar de ello, estamos constatando desde diferentes frentes, encabezados por el Gobierno del PP, un proceso de ataque inmisericorde e injusto a esta forma de organización política, responsabilizándola de nuestros problemas económicos, preconizando un retorno al Estado centralista, de triste recuerdo en nuestra historia. Nuestro problema de la deuda pública, estriba fundamentalmente en el sistema de su financiación a través de los bancos privados con intereses de hasta el 7%, a los que el BCE les ha proporcionado previamente cientos de millones de euros al 1%. Las comunidades autónomas son señuelos para ocultar el verdadero problema, como lo son, cuando les interesa, los sindicatos, o el gasto “excesivo” de las familias. Por ello, resulta irresponsable que una presidenta de una comunidad autónoma, plantease la posibilidad de devolver al Estado las competencias de Justicia, Sanidad y Educación, "si España lo necesita", del mismo modo que optaba por dejar en manos de los ayuntamientos los Transportes y los Servicios Sociales, todo ello para conseguir adelgazar la administración y ahorrar 48.000 millones de euros, según sus cálculos. ¡Qué ejercicio de patriotismo! ¡Anda ya! La gran mayoría de los populares no han creído nunca en el Estado de las Autonomías.
Por último, también estamos de acuerdo en constatar la impasibilidad y la pachorra de la gran mayoría de nuestra sociedad ante semejantes destrozos que van a cambiar radicalmente nuestras vidas en sentido negativo, aunque parece que por fin, amplios sectores de la ciudadanía están reaccionando, aguijoneados por unos jóvenes que hartos decidieron ocupar las plazas para expresar su descontento. ¡Ya era hora!
Lo más sorprendente es que los profesores de Historia, que tantas veces hemos explicado a nuestros estudiantes que estos procesos se repiten una y mil veces a lo largo del tiempo, nos llegásemos a creer, como dice Cándido, que esto no podría pasar, y que vivamos todo esto como una alucinación que no nos acabamos de creer. Y no solo no desaparece, sino que va a más...
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