lunes, 5 de noviembre de 2012

¿Derribamos o no las pirámides de Egipto? Santiago Alba

Cuando hablamos de enseñanza pública tendemos a identificar “lo público” mismo con los conceptos de gratuidad, universalidad y laicismo, y estos tres rasgos, a su vez, con el protagonismo central del Estado. No es exacto. “Lo público” es más bien un principio: el de que ciertos derechos fundamentales sólo pueden garantizarse a condición de delimitar un espacio común protegido de la intrusión de los intereses particulares. 
Podemos imaginar una enseñanza semigratuita y universal y, al mismo tiempo, privada, como viene ocurriendo de hecho en España con el sistema de las escuelas concertadas; podemos imaginar una élite ilustrada educando a sus hijos en valores clasistas y, al mismo tiempo, laicos e incluso antirreligiosos; y podemos imaginar, desde luego, un Estado que pone dinero público a disposición de centros educativos de propiedad y gestión privadas.
La separación entre público y privado, que engloba todas las demás, tiene que ver, ante todo, con la definición de los sujetos de derecho. Me explico. Antes de que comenzara la crisis, los ataques a la enseñanza pública por parte de los dos partidos mayoritarios se justificaban en nombre del derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos. Suena muy bien. La maternidad es una de esas maravillas milenarias cuya autonomía nos conviene a todos celebrar y respetar, dando por supuestos, a la manera rousseauniana, el amor de los padres y la seguridad de los hijos: se derivan muchas ventajas sociales 
-también para el capitalismo en crisis- del hecho de que a los niños los fabrique ese consenso afectivo privado que llamamos “familia”. Pero de la condición materna —y menos aún de la paterna— no puede derivarse ningún derecho público sobre otro ciudadano, por muy grande que sea el amor que nos une a él. Aceptar como fundamento jurídico el derecho de los padres a elegir la educación de los hijos implicaría aceptar también, en la misma pendiente lógica, el derecho de los padres a elegir para ellos la ignorancia, negándoles la inscripción en una escuela. La lucha de siglos contra el trabajo infantil, aún incompleta, no es sólo una lucha contra la explotación laboral sino contra el derecho de los padres a negar a sus hijos una educación escolar. La lucha contra el castigo físico dentro de las familias es una lucha, también todavía incompleta, contra el derecho de los padres a disponer libremente del cuerpo de sus hijos. Igualmente, la lucha en favor del conocimiento y la cultura de los ciudadanos es una lucha contra el derecho de los padres a elegir la educación de los hijos. “La libertad de elegir” evoca un principio solar, afirmativo y libertario (frente a, por ejemplo, la “obligatoriedad” de pagar los impuestos o de respetar las normas de tráfico), pero a veces es un principio no sólo engañoso sino reaccionario y hasta opresivo: la libertad sólo tiene derechos si garantiza el derecho de los que aún no pueden elegir.
El derecho a la enseñanza no puede ser en ningún caso un derecho de los padres. Entiéndaseme bien: no quiero decir que deba ser un derecho del Estado, como en la antigua Esparta o como en las inexistentes sociedades “totalitarias” de la absurda propaganda anticomunista. Quiero decir simplemente que la enseñanza es un derecho de los niños. De la misma manera que el derecho a la adopción no puede reclamarse —ni negarse— a partir de la identidad sexual del solicitante porque es un derecho del huérfano y no del que adopta, el derecho a la enseñanza no puede derivarse —ni negarse— a partir de la condición paterna de los padres porque es un derecho del niño y no de sus progenitores. No son los padres los que tienen el derecho biológico de elegir una educación particular para esos otros que son sus hijos sino, al contrario, los hijos los que tienen el derecho ciudadano, contra la voluntad incluso de sus padres, a una educación general de calidad, con arreglo a los estándares científicos de la época y en un medio protegido de todos los intereses particulares, ya sean de clase, de credo o de parentesco.
¿En qué consiste este derecho del niño? Como insiste Carlos Fernández Liria, este derecho del niño es justamente el derecho a no parecerse a sus padres, a no pensar como ellos, a liberarse de sus familias; el derecho de los niños, en definitiva, a ser ellos mismos (que es lo que quieren, por lo demás, todos los padres sensatos). Esto vale no sólo para las relaciones de parentesco sino también para las doctrinas religiosas y para los hábitos de mercado. Los intereses privados tienden a reproducirse intestinamente: los padres quieren que sus hijos sean como ellos, los católicos fabricar más católicos, la casa Nike producir consumidores estándar de sus productos. Todas las estructuras privadas, las más conservadoras y las más ferozmente dinámicas, tratan de “educar” a los seres humanos —en realidad, de adoctrinarlos o formatearlos— a la medida de sus intereses netamente reproductivos, como prolongación pura o función mecánica de su existencia. Frente a esta invasión de los intereses privados es imprescindible proteger un recinto al que llamamos público, el único espacio que garantiza la supervivencia de esas dos cosas sin las cuales ni la belleza ni la bondad ni la ciudadanía misma son posibles: el conocimiento general y la diferencia particular.
Los niños tienen derecho a ser ellos mismos; es decir, a no ser una mera repetición de sus padres (lo que a veces a todos los padres nos gustaría) ni de las creencias de sus antepasados (lo que todos los convencidos desean) ni de los eslóganes publicitarios del consumo (lo que el mercado intenta sin parar). 
Los niños tienen derecho al conocimiento: es decir, a saber más que sus padres, contra los prejuicios de las tradiciones y con independencia de si es útil o no para el mercado. Los niños tienen derecho, por tanto, a educarse en un medio no decidido ni por sus padres ni por el párroco de su iglesia (o el imán de su mezquita) ni por el director de Coca-Cola, de Monsanto o de Nestlé. ¿Decidido por quién? Por este derecho mismo, que impone precisamente el contenido. Y que impone también, en consecuencia, las condiciones. Para que se trate de un derecho de los niños y no de los padres (o de las iglesias y los mercados), la enseñanza debe ser de acceso gratuito y universal: o, lo que es lo mismo, la deben pagar todos los ciudadanos con su trabajo y debe ser obligatoria, sin excepciones, para todos los ciudadanos. No habrá verdadera enseñanza pública mientras haya, junto a ella, ignorancia e incultura, pero no la habrá igualmente mientras haya, junto a ella, enseñanza privada o —valga la redundancia— concertada. Por otro lado, para que se trate de un derecho de los niños y no de las familias, de las iglesias o de las empresas, es necesario que se ejerza además en un medio laico, en el sentido lato de un medio vacío en el que ninguna doctrina —tampoco el ateísmo— tengan ninguna autoridad pública en la aulas y, en cambio, todos los signos —cruces, velos, marcas y camisetas del Ché— tengan igual libertad privada en los recreos.
Gratuidad, universalidad y laicismo no definen lo público, pero son su condición. ¿Cuál es la única instancia que puede asegurar esa triple condición y, por lo tanto, la apertura permanente, contra todas las presiones, del medio público? A la espera de inventar otra cosa mejor, tendrá que ser el Estado. 
Esto no quiere decir —cuidado— que el gobierno, como ocurre en las dictaduras, intervenga ideológicamente en las escuelas; una dictadura, como bien recordaba Hannah Arendt, no es más que una privatización del poder en beneficio de una clase o una familia; y un poder dictatorial, por tanto, es en realidad una fuerza tan privada e intestinal como un padre, una iglesia o una multinacional. El Estado debe intervenir tampoco como todos los otros intereses privados, pero una paradoja bastante banal determina que la única instancia que puede impedir la intervención de los padres, de los curas, de los mercados y del Estado mismo es precisamente... el Estado. 
El Estado, mientras impide (o debería impedir) la reproducción de los intereses familiares, religiosos y mercantiles en el medio público, se impide a sí mismo intervenir, confiando la gestión de la enseñanza —y por eso es un medio público y no estatal— a los profesores mismos a través de un sistema de oposiciones. Como también ha explicado a menudo Carlos Fernández Liria, es ese sistema el que garantiza al mismo tiempo el conocimiento general y las diferencias particulares y ello en la medida en que pone al docente a cubierto de un despido arbitrario por causas ideológicas, como sería el caso en una dictadura y como es el caso en esos nichos de dictadura que son las escuelas privadas, donde los alumnos son clientes y los maestros trabajadores precarios. El sistema de oposiciones asegura, en efecto, la universalidad actualizada del saber y la libertad idiosincrásica, para bien y para mal, de los profesores. El derecho inalienable de los niños a la enseñanza tiene mucho menos que ver con la libertad de los padres que con la de las aulas.
Pero esta triple condición del derecho universal a la enseñanza, que depende de un sistema de libertad docente, sólo es posible si el Estado suministra los recursos necesarios para mantenerlo con vida. No es una opción. De la entraña misma de ese derecho se desprende la obligación de las instituciones públicas de eliminar cualquier obstáculo, económico, social e intelectual, que impida a un niño —como en la bellísima fábula chestertoniana de la muchacha de la melena roja— ir a un colegio con profesores libres, saber más que sus padres, sentir la intemperie de otros mundos y estudiar un insecto o un poema sin presiones ni amenazas. El cosmos y todas sus estrellas deben disponerse de tal modo que la escuela y la universidad tengan los límites del cosmos y todas sus estrellas; ejércitos, contables, políticos, comerciantes deben abrir paso a un niño malhumorado que lleva una cartera. Si los padres fuesen un obstáculo, sería un imperativo encarcelar a todos los padres; si las iglesias fuesen un obstáculo, sería un imperativo quemar todas las iglesias. Pero no nos engañemos. No son los padres, que en su mayoría quieren realmente lo mejor para sus hijos y salen hoy a la calle a defenderlos, ni tampoco las iglesias, cuyo conservadurismo defensivo se nutre entre las ruinas; son los bancos, los mercados y los gobiernos a su servicio los que amenazan la enseñanza pública; es decir, la enseñanza a secas. No es un tsunami ni un virus; es una decisión premeditada. Una decisión política. Podremos atribuirle otros pecados, pero lo cierto es que Cuba, por ejemplo, un país pequeño y sometido a bloqueo, con pocos recursos y siempre al borde de la quiebra, ante cada nueva crisis se hace la siguiente pregunta: “¿cómo podemos salvar los hospitales y las escuelas?”. 
El gobierno de Rajoy —y antes el de Zapatero—, ante la así llamada “crisis”, se preocupa, en cambio, por la supervivencia de los que la han provocado: “¿cómo salvar a los bancos?”. Cuando hablamos de “libertad de elegir”, es necesario recordar enseguida que la “libertad de los mercados” ha elegido acortar nuestra vida, empobrecer nuestra alimentación, demoler nuestra vivienda, despoblar nuestras cabezas. En relación con la enseñanza y mediante una combinación de “reformas” legislativas y recortes económicos, el ministerio de Educación ha decidido que sean los mercados, y no el derecho, los que decidan quiénes estudian y quiénes no y en qué escuela y con qué medios. Aún más: el ministerio de Educación ha decidido que sean los mercados, y no la ciencia, los que decidan el peso de una molécula o la velocidad de un electrón; y que sean los mercados, y no el conocimiento, los que decidan la vigencia de Sócrates, Heidegger o Sartre; y que sean los mercados, y no la investigación literaria y la pasión lectora, los que decidan la calidad poética de Dante, de Kafka o de Bolaño.
Muchas generaciones han luchado y a veces sacrificado sus vidas para reclamar el derecho de los niños a no ser una repetición de sus padres; y el derecho de las escuelas a liberar todas las aulas. También para reclamar el derecho de los jóvenes a redescubrir por sí mismos todos los senderos y todos los rastros de los que los han precedido; y el derecho de las universidades a conservar y revisar colectivamente, sin descanso y sin distracciones, el saber de la humanidad. Es fácil estremecerse al pensar en la reaparición de la tuberculosis y en la desaparición de los elefantes. Es fácil estremecerse al imaginar un mundo sin mar Mediterráneo o sin Pirámides de Egipto. ¿Y no nos escandalizan los que vuelan con explosivos las estatuas de Buda en Afganistán o los santuarios sufíes de Tombuctú? 
¿No nos escandalizaríamos también ante la propuesta de derribar la Alhambra de Granada o la catedral de Santiago para ahorrar dinero? ¿Consideraríamos “debatible” la reactivación del virus de la viruela o la demolición del Museo del Prado con todos sus cuadros dentro? Pues bien,una catástrofe aún mayor, cuyas consecuencias para las generaciones venideras no podemos todavía calcular, es la desaparición de la escuela y la universidad públicas. 
No llamemos “crisis”, por favor, a los talibanes que las están destruyendo premeditadamente.

Santiago Alba Rico


1 comentario:

  1. La destrucción de la enseñanza pública es ya un hecho en nuestro país y comenzó en la pusilánime etapa anterior de gobierno que creó el campo de cultivo ideal para los "talibanes" que ahora ocupan puestos de decisión. No está ocurriendo lo mismo en el resto de Europa. Nuestra denuncia no se escucha más allá de nuestras fronteras, aún así diarios como el Berliner Tageblatt o el New York Times alertan del desgaste social en España desde el pasado invierno.
    Gracias por la exposición tan completa y fundamentada.

    ResponderEliminar

Todos lo comentarios están moderados y se permiten anónimos.
Los anominos no aportan el valor de defender lo que se piensa.
No se publicarán aquellos que sean ofensivos.
Gracias.
La Plataforma